Islandia sabe cómo acabar con las drogas entre
adolescentes, pero el resto del mundo no escucha
En los últimos 20 años, Islandia ha reducido radicalmente el consumo de tabaco, drogas y bebidas alcohólicas entre los jóvenes. ¿Cómo lo ha conseguido y por qué otros países no siguen su ejemplo?
Un
grupo de niñas en un gimnasio en Reykjavik. DAVE
IMMS PARA MOSAIC / EPV
Falta poco para las tres de una soleada tarde de viernes, y el parque
Laugardalur, cerca del centro de Reikiavik, se encuentra prácticamente desierto.
Pasa algún que otro adulto empujando un carrito de bebé, pero si los jardines
están rodeados de bloques de pisos y casas unifamiliares, y los críos ya han
salido del colegio, ¿dónde están los niños?
En mi paseo me acompañan Gudberg Jónsson, un psicólogo islandés, y
Harvey Milkman, catedrático de Psicología estadounidense que da clases en la
Universidad de Reikiavik durante una parte del curso. Hace 20 años, cuenta
Gudberg, los adolescentes islandeses eran de los más bebedores de Europa. “El
viernes por la noche no podías caminar por las calles del centro de Reikiavik
porque no te sentías seguro”, añade Milkman. “Había una multitud de
adolescentes emborrachándose a la vista de todos”.
Nos acercamos a un gran edificio. “Y aquí tenemos la pista de patinaje
cubierta”, dice Gudberg.
Hace un par de minutos hemos pasado por dos salas dedicadas al bádminton
y al pimpón. En el parque hay también una pista de atletismo, una piscina con
calefacción geotérmica y, por fin, un grupo de niños a la vista jugando con
entusiasmo al fútbol en un campo artificial.
Actualmente, Islandia
ocupa el primer puesto de la clasificación europea en cuanto a adolescentes con
un estilo de vida saludable
En este momento no hay jóvenes pasando la tarde en el parque, explica
Gudberg, porque se encuentran en las instalaciones asistiendo a clases
extraescolares o en clubs de música, danza o arte. También puede ser que hayan
salido con sus padres.
Actualmente, Islandia ocupa el primer puesto de la clasificación europea
en cuanto a adolescentes con un estilo de vida saludable. El porcentaje de
chicos de entre 15 y 16 años que habían cogido una borrachera el mes anterior
se desplomó del 42% en 1998 al 5% en 2016. El porcentaje de los que habían consumido cannabis alguna vez ha pasado del 17 al 7%, y el
de fumadores diarios de cigarrillos ha caído del 23% a tan solo el 3%.
El país ha conseguido cambiar la tendencia por una vía al mismo tiempo
radical y empírica, pero se ha basado en gran medida en lo que se podría
denominar “sentido común forzoso”. “Es el estudio más extraordinariamente
intenso y profundo sobre el estrés en la vida de los adolescentes que he visto
nunca”, elogia Milkman. “Estoy muy impresionado de lo bien que funciona”.
Si se adoptase en otros países, sostiene, el modelo islandés podría ser
beneficioso para el bienestar psicológico y físico general de millones de
jóvenes, por no hablar de las arcas de los organismos sanitarios o de la
sociedad en su conjunto. Un argumento nada desdeñable.
“Estuve en el ojo del huracán de la revolución de las drogas”, cuenta
Milkman mientras tomamos un té en su apartamento de Reikiavik. A principios de
la década de 1970, cuando trabajaba como residente en el Hospital Psiquiátrico
Bellevue de Nueva York, “el LSD ya estaba de moda, y mucha gente fumaba
marihuana. Había un gran interés en por qué la gente tomaba determinadas
drogas”.
La tesis doctoral de Milkman concluía que las personas elegían la
heroína o las anfetaminas dependiendo de cómo quisiesen lidiar con el estrés.
Los consumidores de heroína preferían insensibilizarse, mientras que los que
tomaban anfetaminas preferían enfrentarse a él activamente. Cuando su trabajo
se publicó, Milkman entró a formar parte de un grupo de investigadores reclutados
por el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos para que
respondiesen a preguntas como por qué empieza la gente a consumir drogas, por
qué sigue haciéndolo, cuándo alcanza el umbral del abuso, cuándo deja de
consumirlas y cuándo recae.
“Cualquier chaval de la facultad podría responder a la pregunta de por
qué se empieza, y es que las drogas son fáciles de conseguir y a los jóvenes
les gusta el riesgo. También está el aislamiento, y quizá algo de depresión”,
señala. “Pero, ¿por qué siguen consumiendo? Así que pasé a la pregunta sobre el
umbral del abuso y se hizo la luz. Entonces viví mi propia versión del
“¡eureka!”. Los chicos podían estar al borde de la adicción incluso antes de
tomar la droga, porque la adicción estaba en la manera en que se enfrentaban a
sus problemas”.
“¿Por qué no
organizar un movimiento social basado en la embriaguez natural, en que la gente
se coloque con la química
de su cerebro –porque me parece evidente que la gente quiere cambiar su estado
de conciencia– sin los efectos perjudiciales de las drogas?”
En la Universidad Estatal Metropolitana de Denver, Milkman fue
fundamental para el desarrollo de la idea de que el origen de las adicciones
estaba en la química cerebral. Los menores “combativos” buscaban “subidones”, y
podían obtenerlos robando tapacubos, radios, y más adelante, coches, o mediante
las drogas estimulantes. Por supuesto, el alcohol también altera la química
cerebral. Es un sedante, pero lo primero que seda es el control del cerebro, lo
cual puede suprimir las inhibiciones y, a dosis limitadas, reducir la ansiedad.
“La gente puede volverse adicta a la bebida, a los coches, al dinero, al
sexo, a las calorías, a la cocaína… a cualquier cosa”, asegura Milkman. “La
idea de la adicción comportamental se convirtió en nuestro distintivo”.
De esta idea nació otra. “¿Por qué no organizar un movimiento social
basado en la embriaguez natural, en que la gente
se coloque con la química de su cerebro –porque me
parece evidente que la gente quiere cambiar su estado de conciencia– sin los
efectos perjudiciales de las drogas?”
En 1992, su equipo de Denver había obtenido una subvención de 1,2
millones de dólares del Gobierno para crear el Proyecto Autodescubrimiento, que
ofrecía a los adolescentes maneras naturales de embriagarse alternativas a los
estupefacientes y el delito. Solicitaron a los profesores, así como a las
enfermeras y los terapeutas de los centros escolares, que les enviasen alumnos,
e incluyeron en el estudio a niños de 14 años que no pensaban que necesitasen
tratamiento, pero que tenían problemas con las drogas o con delitos menores.
“No les dijimos que venían a una terapia, sino que les íbamos a enseñar
algo que quisiesen aprender: música, danza, hip hop, arte o
artes marciales”. La idea era que las diferentes clases pudiesen provocar una
serie de alteraciones en su química cerebral y les proporcionasen lo que
necesitaban para enfrentarse mejor a la vida. Mientras que algunos quizá
deseasen una experiencia que les ayudase a reducir la ansiedad, otros podían
estar en busca de emociones fuertes.
Al mismo tiempo, los participantes recibieron formación en capacidades
para la vida, centrada en mejorar sus ideas sobre sí mismos y sobre su
existencia, y su manera de interactuar con los demás. “El principio básico era
que la educación sobre las drogas no funciona porque nadie le hace caso.
Necesitamos capacidades básicas para llevar a la práctica esa información”,
afirma Milkman. Les dijeron a los niños que el programa duraría tres meses.
Algunos se quedaron cinco años.
DAVE
IMMS PARA MOSAIC
En 1991, Milkman fue invitado a Islandia para hablar de su trabajo, de
sus descubrimientos y de sus ideas. Se convirtió en asesor del primer centro
residencial de tratamiento de drogadicciones para adolescentes del país, situado
en la ciudad de Tindar. “Se diseñó a partir de la idea de ofrecer a los chicos
cosas mejores que hacer”, explica. Allí conoció a Gudberg, que por entonces
estudiaba Psicología y trabajaba como voluntario. Desde entonces son íntimos
amigos.
Al principio, Milkman viajaba con regularidad a Islandia y daba
conferencias. Estas charlas y el centro de Tindar atrajeron la atención de una
joven investigadora de la Universidad de Islandia llamada Inga Dóra
Sigfúsdóttir. La científica se preguntaba qué pasaría si se pudiesen utilizar
alternativas sanas a las drogas y el alcohol dentro de un programa que no
estuviese dirigido a tratar a niños con problemas, sino, sobre todo, a
conseguir que los jóvenes dejasen de beber o de consumir drogas.
¿Has probado el alcohol alguna vez? Si es así, ¿cuándo fue la última vez
que bebiste? ¿Te has emborrachado en alguna ocasión? ¿Has probado el tabaco? Si
lo has hecho, ¿cuánto fumas? ¿Cuánto tiempo pasas con tus padres? ¿Tienes una
relación estrecha con ellos? ¿En qué clase de actividades participas?
En 1992, los chicos y chicas de 14, 15 y 16 años de todos los centros de
enseñanza de Islandia rellenaron un cuestionario con esta clase de preguntas.
El proceso se repitió en 1995 y 1997.
Los resultados de la encuesta fueron alarmantes. A escala nacional, casi
el 25% fumaba a diario, y más del 40% se había emborrachado el mes anterior.
Pero cuando el equipo buceó a fondo en los datos, identificó con precisión qué
centros tenían más problemas y cuáles menos. Su análisis puso de manifiesto
claras diferencias entre las vidas de los niños que bebían, fumaban y consumían
otras drogas, y las de los que no lo hacían. También reveló que había unos
cuantos factores con un efecto decididamente protector: la participación, tres
o cuatro veces a la semana, en actividades organizadas –en particular,
deportivas–; el tiempo que pasaban con sus padres entre semana; la sensación de
que en el instituto se preocupaban por ellos, y no salir por la noche.
“En aquella época había habido toda clase de iniciativas y programas
para la prevención del consumo de drogas”, cuenta Inga Dóra, que fue
investigadora ayudante en las encuestas. “La mayoría se basaban en la
educación”. Se alertaba a los chicos de los peligros de la bebida y las drogas,
pero, como Milkman había observado en Estados Unidos, los programas no daban
resultado. “Queríamos proponer un enfoque diferente”.
El alcalde de Reikiavik también estaba interesado en probar algo nuevo,
y muchos padres compartían su interés, añade Jón Sigfússon, compañero y hermano
de Inga Dóra. Por aquel entonces, las hijas de Jón eran pequeñas, y él entró a
formar parte del nuevo Centro Islandés de Investigación y Análisis social de
Sigfúsdóttir en 1999, año de su fundación. “Las cosas estaban mal”, recuerda.
“Era evidente que había que hacer algo”.
Utilizando los datos de la encuesta y los conocimientos fruto de
diversos estudios, entre ellos el de Milkman, se introdujo poco a poco un nuevo
plan nacional. Recibió el nombre de Juventud en Islandia.
Las leyes cambiaron. Se penalizó la compra de tabaco por menores de 18
años y la de alcohol por menores de 20, y se prohibió la publicidad de ambas
sustancias. Se reforzaron los vínculos entre los padres y los centros de
enseñanza mediante organizaciones de madres y padres que se debían crear por
ley en todos los centros junto con consejos escolares con representación de los
padres. Se instó a estos últimos a asistir a las charlas sobre la importancia
de pasar mucho tiempo con sus hijos en lugar de dedicarles “tiempo de calidad”
esporádicamente, así como a hablar con ellos de sus vidas, conocer a sus
amistades, y a que se quedasen en casa por la noche.
Asimismo, se aprobó una ley que prohibía que los adolescentes de entre
13 y 16 años saliesen más tarde de las 10 en invierno y de medianoche en
verano. La norma sigue vigente en la actualidad.
Casa y Escuela, el organismo nacional que agrupa a las organizaciones de
madres y padres, estableció acuerdos que los padres tenían que firmar. El
contenido varía dependiendo del grupo de edad, y cada organización puede
decidir qué quiere incluir en ellos. Para los chicos de 13 años en adelante,
los padres pueden comprometerse a cumplir todas las recomendaciones y, por
ejemplo, a no permitir que sus hijos celebren fiestas sin supervisión, a no
comprar bebidas alcohólicas a los menores de edad, y a estar atentos al
bienestar de sus hijos.
Estos acuerdos sensibilizan a los padres, pero también ayudan a reforzar
su autoridad en casa, sostiene Hrefna Sigurjónsdóttir, directora de Casa y
Escuela. “Así les resulta más difícil utilizar la vieja excusa de que a los
demás les dejan hacerlo”.
Se aumentó la financiación estatal de los clubs deportivos, musicales,
artísticos, de danza y de otras actividades organizadas con el fin de ofrecer a
los chicos otras maneras de sentirse parte de un grupo y de encontrarse a gusto
que no fuesen consumiendo alcohol y drogas, y los hijos de familias con menos
ingresos recibieron ayuda para participar en ellas. Por ejemplo, en Reikiavik,
donde vive una tercera parte de la población del país, una Tarjeta de Ocio
facilita 35.000 coronas (250 libras esterlinas) anuales por hijo para pagar las
actividades recreativas.
“No les dijimos que
venían a una terapia, sino que les íbamos a enseñar algo que quisiesen
aprender: música, danza, hip
hop, arte o artes marciales”
Un factor decisivo es que las encuestas han continuado. Cada año, casi
todos los niños islandeses las rellenan. Esto significa que siempre se dispone
de datos actualizados y fiables.
Entre 1997 y 2012, el porcentaje de adolescentes de 15 y 16 años que
declaraban que los fines de semana pasaban tiempo con sus padres a menudo o
casi siempre se duplicó –pasó del 23 al 46%–, y el de los que participaban en
actividades deportivas organizadas al menos cuatro veces por semana subió del
24 al 42%. Al mismo tiempo, el consumo de cigarrillos, bebidas alcohólicas y
cannabis en ese mismo grupo de edad cayó en picado.
“Aunque no podemos presentarlo como una relación causal –lo cual es un
buen ejemplo de por qué a veces es difícil vender a los científicos los métodos
de prevención primaria– la tendencia es muy clara”, observa Kristjánsson, que
trabajó con los datos y actualmente forma parte de la Escuela Universitaria de
Salud Pública de Virginia Occidental, en Estados Unidos. Los factores de
protección han aumentado y los de riesgo han disminuido, y también el consumo
de estupefacientes. Además, en Islandia lo han hecho de manera más coherente
que en ningún otro país de Europa”.
El caso europeo
Jón Sigfússon se disculpa por llegar un par de minutos tarde. “Estaba
con una llamada de crisis”. Prefiere no precisar dónde, pero era una de las
ciudades repartidas por todo el mundo que han adoptado parcialmente las ideas
de Juventud en Islandia.
Juventud en Europa, dirigida por Jón, nació en 2006 tras la presentación
de los ya entonces extraordinarios datos de Islandia a una de las reuniones de
Ciudades Europeas contra las Drogas, y, recuerda Sigfússon, “la gente nos
preguntaba cómo lo conseguíamos”.
La participación en Juventud en Europa se hace a iniciativa de los
Gobiernos nacionales, sino que corresponde a las instancias municipales. El
primer año acudieron ocho municipios. A día de hoy participan 35 de 17 países,
y comprenden desde zonas en las que interviene tan solo un puñado de escuelas,
hasta Tarragona, en España, donde hay 4.200 adolescentes de 15 años
involucrados. El método es siempre igual. Jón y su equipo hablan con las
autoridades locales y diseñan un cuestionario con las mismas preguntas
fundamentales que se utilizan en Islandia más unas cuantas adaptadas al sitio
concreto. Por ejemplo, últimamente en algunos lugares se ha presentado un grave
problema con las apuestas por Internet, y las autoridades locales quieren saber
si está relacionado con otros comportamientos de riesgo.
A los dos meses de que el cuestionario se devuelva a Islandia, el equipo
ya manda un informe preliminar con los resultados, además de información
comparándolos con los de otras zonas participantes. “Siempre decimos que, igual
que la verdura, la información tiene que ser fresca”, bromea Jón. “Si le entregas
los resultados al cabo de un año, la gente te dirá que ha pasado mucho tiempo y
que puede que las cosas hayan cambiado”. Además, tiene que ser local para que
los centros de enseñanza, los padres y las autoridades puedan saber con
exactitud qué problemas existen en qué zonas.
El equipo ha analizado 99.000 cuestionarios de sitios tan alejados entre
sí como las islas Feroe, Malta y Rumanía, así como Corea del Sur y, muy
recientemente, Nairobi y Guinea-Bissau. En líneas generales, los resultados
muestran que, en lo que se refiere al consumo de sustancias tóxicas entre los
adolescentes, los mismos factores de protección y de riesgo identificados en
Islandia son válidos en todas partes. Hay algunas diferencias. En un lugar (un
país “del Báltico”), la participación en deportes organizados resultó ser un
factor de riesgo. Una investigación más profunda reveló que la causa era que
los clubs estaba dirigidos por jóvenes exmilitares aficionados a las sustancias
para aumentar la musculatura, así como a beber y a fumar. En este caso, pues, se
trataba de un problema concreto, inmediato y local que había que resolver.
Aunque Jón y su equipo ofrecen asesoramiento e información sobre las
iniciativas que han dado buenos resultados en Islandia, es cada comunidad la
que decide qué hacer a la luz de sus resultados. A veces no hacen nada. Un país
predominantemente musulmán, que el investigador prefiere no identificar,
rechazó los datos porque revelaban un desagradable nivel de consumo de alcohol.
En otras ciudades –como en la que dio lugar a la “llamada de crisis” de Jón–
están abiertos a los datos y tienen dinero, pero Sigfússon ha observado que
puede ser mucho más difícil asegurarse y mantener la financiación para las
estrategias de prevención sanitaria que para los tratamientos.
Ningún otro país ha hecho cambios de tan amplio alcance como Islandia. A
la pregunta de si alguno ha seguido el ejemplo de la legislación para impedir
que los adolescentes salgan de noche, Jón sonríe: “Hasta Suecia se ríe y lo
llama toque de queda infantil”.
A lo largo de los últimos 20 años, las tasas de consumo de alcohol y
drogas entre los adolescentes han mejorado en términos generales, aunque en
ningún sitio tan radicalmente como en Islandia, y las causas de los avances no
siempre tienen que ver con las estrategias de fomento del bienestar de los
jóvenes. En Reino Unido, por ejemplo, el hecho de que pasen más tiempo en casa
relacionándose por Internet en vez de cara a cara podría ser uno de los
principales motivos de la disminución del consumo de alcohol.
“Es el estudio más
extraordinariamente intenso y profundo sobre el estrés en la vida de los
adolescentes que he visto nunca”
Sin embargo, Kaunas, en Lituania, es un ejemplo de lo que se puede
conseguir por medio de la intervención activa. Desde 2006, la ciudad ha
distribuido los cuestionarios en cinco ocasiones, y las escuelas, los padres,
las organizaciones sanitarias, las iglesias, la policía y los servicios
sociales han aunado esfuerzos para intentar mejorar la calidad de vida de los
chicos y frenar el consumo de sustancias tóxicas. Por ejemplo, los padres
reciben entre ocho y nueve sesiones gratuitas de orientación parental al año, y
un programa nuevo facilita financiación adicional a las instituciones públicas
y a las ONG que trabajan en la mejora de la salud mental y la gestión del
estrés. En 2015, la ciudad empezó a ofrecer actividades deportivas gratuitas
los lunes, miércoles y viernes, y planea poner en marcha un servicio de
transporte también gratuito para las familias con bajos ingresos con el fin de
contribuir a que los niños que no viven cerca de las instalaciones puedan
acudir.
Entre 2006 y 2014, el número de jóvenes de Kaunas de entre 15 y 16 años
que declararon que se habían emborrachado en los 30 días anteriores descendió
alrededor de una cuarta parte, y el de los que fumaban a diario lo hizo en más
de un 30%.
Por ahora, la participación en Juventud en Europa no es sistemática, y
el equipo de Islandia es pequeño. A Jón le gustaría que existiese un organismo
centralizado con sus propios fondos específicos para centrarse en la expansión
de la iniciativa. “Aunque llevemos 10 años dedicados a ello, no es nuestra
ocupación principal a tiempo completo. Nos gustaría que alguien lo imitase y lo
mantuviese en toda Europa”, afirma. “¿Y por qué quedarnos en Europa?”
El valor del
deporte
Después de nuestro paseo por el parque Laugardalur, Gudberg Jónsson nos
invita a volver a su casa. Fuera, en el jardín, sus dos hijos mayores –Jón
Konrád, de 21 años, y Birgir Ísar, de 15–, me hablan del alcohol y el tabaco.
Jón bebe alcohol, pero Birigr dice que no conoce a nadie en su instituto que
beba ni fume. También hablamos de los entrenamientos de fútbol. Birgir se
entrena cinco o seis veces por semana; Jón, que estudia el primer curso de un
grado en administración de empresas en la Universidad de Islandia, practica
cinco veces. Los dos empezaron a jugar al fútbol como actividad extraescolar
cuando tenían seis años.
“Tenemos muchos instrumentos en casa”, me cuenta luego su padre. “Hemos
intentado que se aficionen a la música. Antes teníamos un caballo. A mi mujer
le encanta montar, pero no funcionó. Al final eligieron el fútbol”.
¿Alguna vez les pareció que era demasiado? ¿Hubo que presionarlos para
que entrenasen cuando habrían preferido hacer otra cosa? “No, nos divertía
jugar al fútbol”, responde Birgir. Jón añade: “Lo probamos y nos acostumbramos,
así que seguimos haciéndolo”.
Y esto no es lo único. Si bien Gudberg y su mujer Thórunn no planifican
conscientemente un determinado número de horas semanales con sus tres hijos,
intentan llevarlos con regularidad al cine, al teatro, a un restaurante, a
hacer senderismo, a pescar y, cada septiembre, cuando en Islandia las ovejas
bajan de las tierras altas, hasta a excursiones de pastoreo en familia.
Puede que Jón y Birgir sean más aficionados al fútbol de lo normal, y
también que tengan más talento (a Jón le han ofrecido una beca de fútbol para
la Universidad Metropolitana del Estado de Denver, y pocas semanas después de
nuestro encuentro, eligieron a Birgir para jugar en la selección nacional
sub-17), pero, ¿podría ser que un aumento significativo del porcentaje de
chavales que participan en actividades deportivas organizadas cuatro veces por
semana o más tuviese otras ventajas, además de que los chicos crezcan más
sanos?
¿Puede que tenga que ver, por ejemplo, con la aplastante derrota de
Inglaterra por parte de Islandia en la Eurocopa de 2016? Cuando le preguntamos,
Inga Dóra Sigfúsdóttir, que fue votada Mujer del Año de Islandia 2016, responde
con una sonrisa: “También están los éxitos en la música, como Of Monsters and Men [un grupo independiente de
folk-pop de Reikiavik]. Son gente joven a la se ha animado a hacer actividades
organizadas. Algunas personas me han dado las gracias”, reconoce con un guiño.
En los demás países, las ciudades que se han unido a Juventud en Europa
informan de otros resultados beneficiosos. Por ejemplo, en Bucarest, la tasa de
suicidios de adolescentes ha descendido junto con el consumo de drogas y
alcohol. En Kaunas, el número de menores que cometen delitos se redujo en un
tercio entre 2014 y 2015.
Como señala Inga Dóra, “los estudios nos enseñaron que teníamos que
crear unas circunstancias en las cuales los menores de edad pudiesen llevar una
vida saludable y no necesitasen consumir drogas porque la vida es divertida,
los chicos tienen muchas cosas que hacer y cuentan con el apoyo de unos padres
que pasan tiempo con ellos”.
En definitiva, los mensajes –aunque no necesariamente los métodos– son
sencillos. Y cuando ve los resultados, Harvey Milkman piensa en Estados Unidos,
su país. ¿Funcionaría allí también el modelo Juventud en Islandia?
¿Y Estados Unidos?
Trescientos veinticinco millones de habitantes frente a 330.000. Treinta
y tres mil bandas en vez de prácticamente ninguna. Alrededor de 1,3 millones de
jóvenes sin techo frente a un puñado.
Está claro que en Estados Unidos hay dificultades que en Islandia no
existen, pero los datos de otras partes de Europa, incluidas ciudades como
Bucarest, con graves problemas sociales y una pobreza relativa, muestran que el
modelo islandés puede funcionar en culturas muy diferentes, sostiene Milkman. Y
en Estados Unidos se necesita con urgencia. El consumo de alcohol en menores de
edad representa el 11% del total consumido en el país, y los excesos con el
alcohol provocan más de 4.300 muertes anuales entre los menores de 21 años.
Sin embargo, es difícil que en el país se ponga en marcha un programa
nacional en la línea de Juventud en Islandia. Uno de los principales obstáculos
es que, mientras que en este último existe un compromiso a largo plazo con el
proyecto nacional, en Estados Unidos los programas de salud comunitarios suelen
financiarse con subvenciones de corta duración.
Milkman ha aprendido por propia experiencia que aun cuando reciben el
reconocimiento general, los mejores programas para jóvenes no siempre se
amplían, o como mínimo, se mantienen. “Con el Proyecto Autodescubrimiento
parecía que teníamos el mejor programa del mundo”, recuerda. “Me invitaron dos
veces a la Casa Blanca; el proyecto ganó premios nacionales. Pensaba que lo
reproducirían en todos los pueblos y ciudades, pero no fue así”.
Cree que la razón es que no se puede recetar un modelo genérico a todas
las comunidades porque no todas tienen los mismos recursos. Cualquier
iniciativa dirigida a dar a los adolescentes estadounidenses las mismas
oportunidades de participar en la clase de actividades habituales en Islandia y
ayudarlos así a apartarse del alcohol y otras drogas, tendrá que basarse en lo
que ya existe. “Dependes de los recursos de la comunidad”, reconoce.
Su compañero Álfgeir Kristjánsson está introduciendo las ideas
islandesas en Virginia Occidental. Algunos colegios e institutos del estado ya
están repartiendo encuestas a los alumnos, y un coordinador comunitario ayudará
a informar de los resultados a los padres y a cualquiera que pueda emplearlos
para ayudar a los chicos. No obstante, admite que probablemente será difícil
obtener los mismos resultados que en Islandia.
Se reforzaron los
vínculos entre los padres y los centros de enseñanza mediante organizaciones de
madres y padres que se debían crear por ley en todos los centros junto con
consejos escolares con representación de los padres. Se instó a estos últimos a
asistir a las charlas sobre la importancia de pasar mucho tiempo con sus hijos
en lugar de dedicarles “tiempo de calidad” esporádicamente
La visión a corto plazo también es un obstáculo para la eficacia de las
estrategias de prevención en Reino Unido, advierte Michael O’Toole, director
ejecutivo de Mentor, una organización sin ánimo de lucro dedicada a reducir el
consumo de drogas y alcohol entre los niños y los jóvenes. Aquí tampoco existe
un programa de prevención del alcoholismo y la toxicomanía coordinado a escala
nacional. En general, el asunto se deja en manos de las autoridades locales o
de los centros de enseñanza, lo cual suele suponer que a los chicos solamente
se les da información sobre los peligros de las drogas y el alcohol, una
estrategia que O’Toole coincide en reconocer que está demostrado que no
funciona.
El director de Mentor es un firme defensor del protagonismo que el
modelo islandés concede a la cooperación entre los padres, las escuelas y la
comunidad para ayudar a dar apoyo a los adolescentes, y a la implicación de los
padres o los tutores en la vida de los jóvenes. Mejorar la atención podría ser
de ayuda en muchos sentidos, insiste. Incluso cuando se trata solamente del
alcohol y el tabaco, abundan los datos que demuestran que, cuanto mayor sea el
niño cuando empiece a beber o a fumar, mejor será su salud a lo largo de su
vida.
Pero en Reino Unido no todas las estrategias son aceptables. Los “toques
de queda” infantiles es una de ellas, y las rondas de los padres por la
vecindad para identificar a chavales que no cumplen las normas, seguramente
otra. Asimismo, una prueba experimental llevada a cabo en Brighton por Mentor,
que incluía invitar a los padres a asistir a talleres en los colegios,
descubrió que era difícil lograr que participasen.
El recelo de la gente y la renuencia a comprometerse serán dificultades
allá donde se proponga el método islandés, opina Milkman, y dan de lleno en la
cuestión del reparto de la responsabilidad entre los Estados y los ciudadanos.
“¿Cuánto control quieres que tenga el Gobierno sobre lo que pasa con tus hijos?
¿Es excesivo que se inmiscuya en cómo vive la gente?”
En Islandia, la relación entre la ciudadanía y el Estado ha permitido
que un eficaz programa nacional reduzca las tasas de abuso del tabaco y el
alcohol entre los adolescentes y, de paso, ha unido más a las familias y ha
contribuido a que los jóvenes sean más sanos en todos los sentidos. ¿Es que
ningún otro país va a decidir que estos beneficios bien merecen sus costes?